De los delitos y de las penas Cesare Beccaria


De los delitos y de las penas.

Este tratado del filósofo y jurista milanés Cesare Beccaria fue escrito entre marzo de 1763 y enero de 1764 y se imprimió en Liorna en el verano de 1764. Beccaria se propuso en esta obra revelar las carencias de la legislación judicial de su tiempo, exponiendo sus puntos de vista al respecto y arguyendo en pro de la corrección de los defectos.

Cesare Beccaria

En los capítulos I, II y III parte del concepto, ya expuesto por Rousseau en El contrato social, según el cual los hombres por libre acuerdo se determinaron a la convivencia común, sacrificando una parte de su libertad, la menor posible, en vista de una utilidad mayor; esta concepción influye sobre toda su manera de examinar la cuestión, induciendole a considerar al derecho penal como fundado no en el clásico principio de la "restitutio juris", a tenor del cual "punitur qui peccatum est" (hay que castigar porque se ha pecado), sino sobre el principio relativista y pragmático "punitur ne peccetur" (hay que castigar para que no se peque).

Pero más que esta discutible y nada nueva tesis inicial (cuyas fuentes pueden remontarse hasta la sofística griega), lo que en esta obra importa es la ruda energía con que se examina una cuestión tan grave como la reforma de la legislación penal, y, en muchos casos, la oportunidad práctica (más allá de cualquier consideración teórica de principio) de los remedios propuestos. Para Beccaria, es necesario que la determinación de los delitos y de las penas se haga según un código bien claro y definido de leyes: nada debe dejarse al arbitrio del juez, que como hombre puede dejarse llevar o influir por sus instintos. Debe por tanto cesar el perjudicial abuso de las "interpretaciones", como de ordinario se dice, según el espíritu de las leyes, interpretación quebradiza, más o menos arbitraria, que en realidad obedece al espíritu de quien juzga. Todos los hombres deben conocer plenamente los límites de su responsabilidad; de aquí que los códigos deban divulgarse de modo que no sea posible la ignorancia o la incertidumbre (capítulos IV-V).

Como el derecho de castigar no va más allá de la necesidad de tutelar a los ciudadanos contra los elementos turbulentos, no es justo tratar con crueldad a los acusados mientras no se compruebe su culpabilidad: por eso es censurable la costumbre de someter a los acusados a humillaciones, amenazas o rigores carcelarios antes del proceso: la prisión preventiva no debe ser infamante (caps. VI-VII). Los juicios han de ser públicos para no dar lugar a sospechas de tiranía e injusticia, y también hay que extirpar el deplorable sistema de las acusaciones secretas, que fomenta los malvados instintos de la traición y de la venganza (caps. VIII-IX).


Beccaria condena luego abiertamente (cap. XII) el uso de la tortura, resto de inhumana barbarie, que, por lo demás, es de utilidad bastante dudosa para esclarecer la verdad. Las penas no deben ser despiadadas: para que una pena surta su efecto (cap. XV), basta que el mal que procura supere al bien que nace del delito: todo lo demás es superfluo y por tanto tiránico.

Otra costumbre penal completamente condenada (cap. XVI) es la de la pena de muerte: en primer lugar por ser contraria al espíritu del contrato social, y en segundo lugar porque, desde el punto de vista de la intimidación, asusta más la idea de una pena prolongada que la de una pena intensa pero instantánea. Por eso, la sustitución de la pena de muerte por la esclavitud perpetua es mucho más capaz de apartar las mentes de concebir la idea de un delito.

La pena ha de ser asimismo rápida (cap. XIX), con el doble fin de que los imputados salgan pronto del penoso estado de incertidumbre sobre su suerte, y de aclarar bien en las mentes de los ciudadanos la relación causal entre culpa y castigo. Con una buena legislación, no tiene razón de existir la gracia, que parece como si quisiera reparar posibles torpezas de la ley, debilitando así en cierto modo su autoridad (cap. XX). Las penas deben ser (caps. XXI-XL) siempre proporcionadas a los delitos, pero en general es mejor tratar de prevenir los delitos (cap. XLI), haciendo de modo que las leyes resulten claras para todos y sean respetadas y temidas, instruyendo al pueblo de modo que "el conocimiento acompañe a la libertad" y recompensando a la virtud.

En conclusión, la justicia debería tener siempre presente este teorema general: "Para que toda pena no resulte una violencia de uno o de muchos contra un ciudadano particular, debe ser esencialmente pública, rápida, necesaria, la mínima de las posibles en las circunstancias dadas, proporcionada a los delitos y dictada por las leyes".

El tratado tuvo un extraordinario éxito, no debido a los méritos literarios, sino a la oportunidad de la mayor parte de las reformas propuestas, algunas de las cuales fueron adoptadas, en efecto, con éxito. La obra fue comentada por Diderot y por Voltaire, además de conocida y admirada por hombres como D'Alembert, el conde Georges Louis Leclerc de Buffon, Claude Adrien Helvetius, el barón Paul Henri Thiry de Holbach, David Hume y Hegel. Pero aún más que en el campo de la cultura entendida en un sentido estricto, la influencia del libro fue extraordinaria en el campo de la práctica, ya que su influjo se reflejó más o menos profundamente en la nueva legislación penal de todos los príncipes reformadores

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